martes, 30 de octubre de 2007

Sobre aquello que nos hace

Somos un simulacro. Quizás el planteamiento, en plena era de los ordenadores, la imagen numérica y los procesos virtuales, pueda parecer algo obvio. Sin embargo, algunos pensadores franceses vislumbraban esta idea hace casi tres décadas, mucho antes del Internet y de que cada quien tuviera una computadora en casa. Así, Deleuze, Bourdieu, Baudrillard, Foucault, Lyotard y otros, se animaron a plantear que, en nuestro andar cotidiano, somos ya una construcción, pero no sólo en lo que proyectamos hacia los otros, sino que nuestra identidad (o una idea de ella) es ya un continuo hacerse y deshacerse, un simulacro donde los a priorismos quedan de lado.

Todos vamos interpretando roles, (de)construyéndonos y (re)construyéndonos a diario y en distintos espacios, incluso en el propio inercial. Más que entes con una naturaleza dada per sé a un nivel cultural o de sentido, somos dispositivos que se constituyen según sea necesario. La identidad ya no es aquello que nos hace, sino aquello que se hace.

En ese escenario, de construcciones constantes, todo aquello de lo que pueda tomar mano el hombre para construirse es válido. Y vale dejar en claro que no se trata de una construcción formal, de apariencias, sino que a través (y debido a) manifestaciones construidas, se reedifican también las formas de concebir el mundo y de aprehender conocimiento. Es un cambio epistémico y ontológico.

De allí que sea válido abandonar la idea de una naturaleza, una esencia humana o una suerte de impronta simbólica. De pronto, las prácticas no están circunscritas en un marco ya dado, sino que superan sus significaciones tradicionales y constituyen al actor social y de su puesta en escena cotidiana1. Es una lógica teatral: la otrora idea de identidad es más bien el simulacro que hace al personaje, territorializa al ser que Deleuze encontraba constantemente desterritorializado.

Es allí, donde descubriremos cómo en plena posmodernidad, plagada de mezclas y combinaciones (en pleno estadío donde la producción cultural hace manifiesto aquello que los posmodernos ya hallaban años atrás), ciertos componentes del imaginario de la urbe, popular, se combinan y fusionan con estilos tradicionales, deviniendo en entes híbridos, de una estética y manifestación cultural que no teme explorar espacios nuevos.

El hombre se atraviesa hoy por prácticas diversas, por discursos que, a modo de vectores, lo relacionan con fuerzas en infinitos movimientos que constituyen lo denominado como cultura. Valga decir, por ejemplo, que toda la producción del imaginario es ya, como señala Baudrillard, la fuente de un estadío fractal, de pedazos, donde aferrarse a la idea de ser un algo, de poseer una identidad de cualquioer tipo no es probablemente lo más acertado.

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1 Esta idea, de la interacción social como una representación, a manera de actuación en tarima ha sido ampliamente tratada y planteada por Erving Goffmann, véase: GOFFMAN, Irving; “La presentación de la persona en la vida cotidiana”; Editora Amorrortu; Buenos Aires; 1994

miércoles, 3 de octubre de 2007

Los francotiradores

¿Es acaso una responsabilidad de los académicos, estudiosos y teóricos plantear una finalidad en su discurso? ¿Cuál es el rol que debería jugar aquel dedicado a crear teorías y analizar realidades?
Si bien no pretendo tener LA respuesta para interrogantes de tal calibre, considero, que más allá de alguna huella de paternalismo, no hay nada que obligue a un intelectual a comprometerse activamente en proyectos de cambio u orientar su propuesta en pos de elaborar esquemas alternos al statu quo.
En el mejor de los casos, se podría delinear una posible línea de fuga al modo en que se encuentra el contexto, más no hacer acción de tufos panfletarios de ningún tipo.

Creo, en cambio, que el rol del académico debe ser el de hallar aquellas incongruencias, aquellos agujeros negros en las paredes blancas que construyen las visiones aceptadas, las normalidades del sistema de pensamiento y de la coyuntura en todos sus aspectos. Ser un francotirador que dispara allí donde hay algo que decir, que criticar, que observar.

Vale recordar, por ejemplo, la respuesta que daría Baudrillard en una conferencia de prensa hace unos años, cuando le preguntaron qué proponía. Afirmó que en estos tiempos era inmoral hacerse de la razón y dase un lugar en el que uno se hacía de la solución o la respuesta.

Pues bien, el académico -en mi opinión- debería orientarse bajo tal visión. La fe ciega en planteamientos y constructos teóricos ha llevado, a la larga, al aletargamiento y a la creación de 'vacas sagradas' del mundo teórico, además, en muchs casos, de una embriaguez de intereses ideológicos. Vale mencionar, por ejemplo, la escuela psicoanalítica freudiana (que en el monumental trabajo de Deleuze y Guatarri, Capitalismo y Esquizofrenia y Mil Mesetas, es observada en sus mismos cimentos) de la que muchos propuestos se consideraron la voz irrevocable en ese campo. En el mismo sentido, se puede mencionar a las corrientes latinoamericanas de los Estudios Culturales, que muchas veces no hacen más cenrar un suerte de proyecto politicoide o transmitir un desfasado espíritu reinvidicador.

En tal sentido, la realidad ya no debe aprehenderse a través de las tradicionales maquetas teóricas (hallando en la infinita gama de sucesos cotidianos relación con sus hipótesis), sino presar atención a los devenires menores , y a los fenómenos cotidianos, a las desviaciones de la norma y a la norma que nace ellas, a todas esas pequeñas manifestaciones sobre las cuales teorizar, sin ánimos de hacerse de 'la solución' a los problemas.

El teórico no tiene porqué solucionar los problemas (ni creerse en la posición de hacerlo) sino entrar en ellos y sobre su base hallar nuevos problemas.
No debe plantear un sistema alterno, sino seguir las variaciones propias de este y hallar nuevos agujeros negros sobre los cuales "disparar".