sábado, 30 de junio de 2007

Sexualidad y control: una perspectiva foucaultiana

Enciendo el televisor y me encuentro con "Alessandra: la sexóloga favorita de latinoamérica" en FoxLife. Inevitablemente veo parte del programa… ¿Realmente la gente se cree tan liberal por hablar hasta el hartazgo de sexo?

Deberían saber, al menos, que es precisamente el espacio de lo no-dicho aquello más libre, que es una mirada del poder –controlador, normalizador y normatizador– la que propone tales afanes de saberlo todo, de conocer y –por ende– controlar.

Si la proporción fálica, la duración del coito, la forma del cuerpo femenino y ciertas reacciones inevitables (gemidos, gritos, etc…), junto con las prácticas contranatura y muchas otros, son fantasmitas comunes de la sexualidad occidental, se debe a que este discurso se encuentra más que nunca bajo una lógica de control. Que la sexualidad no se ejerza de forma libre, sin miramientos psicoanalíticos ni patologías o desviaciones de ninguna clase se debe precisamente a que, dentro de la intención primaria del sistema (la producción), el sexo representaba en sus albores decimonónicos aquello salido del esquema, aquello que debía encauzarse dentro de esta i-lógica esquizofrénica.

Armatostes teóricos racionales de las más diversas formas, fueron introduciéndose a lo largo de los últimos cuatro siglos con parámetros de lo normal, transformando la libertad del sexo en una pantomima pre-victoriana de su práctica. Ahora, en medio de una embriaguez psicoanalítica, marxista o moderna, el “encierro” de la sexualidad no se daba –únicamente– por lo postulado de forma explícita por ciertas teorías (afirmar eso sería un simplismo inocente), sino que, como ocurre con el poder, su verdadero efecto estaba en lo no dicho, en el mismo hecho de que se produjeran estos discursos y en el tabú que implicaba –e implica hasta hoy– cualquier comentario o alusión acerca del sexo. Pues, entonces, que no venga nadie a decir qué está bien o no en el campo del sexo, qué es lo normal y qué lo enfermizo o lo poco atrayente. Esa es, en realidad, la actitud menos liberal y menos abierta posible. Es la más encauzada en el control, es la aceptación fehaciente de que el sexo es un discurso aparte, de que se debe hablar de en un espacio diferente, además de ser un listín más o menos maquillado de nuevas normalidades y desviaciones. Ni Alessandra ni nadie, por más sexóloga que sea (la sexología –nótese– es otro discurso de lo mismo) puede decir que está bien o no, ni pretender liberal algo con una cháchara que no hace más que encarcelarlo con mayor fuerza: la fuerza sutil de lo amable y fácilmente aceptado.

Vale terminar pues con algo bien señalado por Foucault en su “Historia de la Sexualidad”:
“¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y surtir efecto en su economía misma.”(Foucault, Michel; "Historia de la sexualidad: La Voluntad de Saber";Editorial Siglo XXI; Mexico; 1986; pp.32)

Violemos la peruanidad

El Perú es una pachamanca. Personas con modos de vida premodernos conviven junto a quienes se hayan en plena posmodernidad. Cada uno con producciones simbólicas distintas, que se rozan, coquetean y copulan en deliciosas mezclas. Fusiones que podrían dar pistas de una ilusoria -y desde ya utópica- idea de nación. En tiempos donde la política es menos protagonista que los capitales trasnacionales, y los medios a nivel global han devenido en hiperrealismo, aferrarse al quiste del moderno (y agónico) Estado-nación, no es más que ir tras un fantasma.

En tales circunstancias, pues, no se debe ver a la Cultura como un rótulo diferenciador. Que aquellos de la selva tienen una “cultura” distinta y que los pobladores andinos que migraron a Lima tienen otra, o que debamos respetar a los otros y convivir con ellos, constituyen discursos bastante desfasados y caídos del palco. Son precisamente algunos científicos sociales quienes han marcado claramente esta visión de el otro, en aras de obedecer a un estudio metodológico y esquemático (cientificista a ultranza) de fenómenos sociales que requieren de un tratamiento distinto, de parámetros menos rígidos y alcances fenomenológicos.

Es allí donde aquella idea de cultura se hace peligrosa. De pronto ante la pregunta ¿qué es ser peruano? se dice, casi como en figurita de postal, que “el Perú es un crisol de culturas reunidas, cada una con su espacio”, y se nos vende el cevichito, el fútbol, Machu Picchu y una que otra marinera. Una visión que ante todo homogeneiza, y persigue el fantasmita coquetón de UNA peruanidad, LA peruanidad.
Pero no hay un simplismo más reduccionista que este. La cultura no es un ente que está aquí o allá. Debe entenderse como una amalgama, una suerte de malagua que está en todas partes y -como un mutante silencioso que atraviesa lo social- va nutriéndose de cualquier cosa y las mezcla en sí mismo.

Lo que se debe hacer, si de alguna forma se pretende construir una tan mentada nación peruana, es violar la idea de una peruanidad, ultrajarla y destrozarla, para tomar a la mezcla como pívot de toda la amalgama de producciones simbólicas que existen en el país. Esto teniendo en cuenta que el concepto de nación no puede tomarse como el de un ente cerrado. De conseguirse, la “nación peruana” no debe entenderse dentro de líneas limítrofes, sino como parte de la misma amalgama, esta vez a un nivel global.

domingo, 17 de junio de 2007

De regreso...

Volveré a escribir en este espacio desde el Lunes 25 de Junio. Han pasado casi ocho semanas y, ciertamente, ese tiempo ha ayudado a organizar mejor todo aquello que en otro momento impedía una continuidad en la publicación. Gracias a quienes, a pesar de todo, siguieron leyendo este blog y me enviaron sus comentarios.