Los pedazos del espejo: sobre la censura
Una pintura cortada, una foto cubierta. Un libro deshojado. Cómo no deplorar la mutilación de algún producto estético.
La censura, a lo largo de la historia, se ha encargado de esa labor. Designa aquello que puede apreciarse o no, aquello que debe consumir la gente y aquello que debe rechazar.
Su imperativo ha sido, tradicionalmente, resguardar determinado sistema de creencias y costumbres sociales coyunturales (o, al menos, embanderarse de esa idea y actuar en nombre de ella). De allí que el escritor Henry Miller se centre en la censura cuando esboza una definición de lo obsceno. Finalmente lo inadecuado (o, de forma más precisa, lo que se entiende como tal) es aquello que los censores deciden. Como supuestos guardianes de la norma, estos personajes embriagados de moralina han juzgado obras de todo tipo a lo largo de la historia.
Ahora bien, si esta censura tradicional –de conservadurismo idiota y fundamentalista– es reprochable en extremo, peor aún es ser testigos de alteraciones y prohibiciones que se establecen basados en intereses económicos de ciertos grupos.
Que la censura se establezca ya no para resguardar supuestas “buenas costumbres” sino para acaparar públicos más numerosos merece todo tipo de desméritos. Así, lo ocurrido hace casi un mes en nuestro medio con La mujer de mis pesadillas (The heartbreak kid), de los hermanos Peter y Robert Farrelly, es la expresión más patética de la acción censora.
No fue un organismo o institución el que vetó de alguna forma el contenido de la película, sino la distribuidora nacional UIP, que tuvo la mezquina idea de ‘tapar’ con rectángulos negros ciertas tomas. Éstas correspondían a una clasificación para mayores de 18 años. En ellas, se mostraba el portentoso miembro erecto de un burro y un primer plano de una vagina con un piercing (en el caso de esta última, el susodicho rectángulo ocupa buena parte del écran).
En aras de obtener mejores ingresos, los señores de UIP optaron por atentar contra la integridad del filme, dejando la clasificación para mayores de 14 años, convocando así mayor taquilla. Una muestra realmente triste de que por más dinero poco importa dar al público un producto incompleto, modificado, finalmente adulterado. Pareciera además que esta actitud de estafa –pan de todos los días en el Perú– pasara desapercibida en las salas de cine comerciales, donde el gran público repara muy poco en el hecho y casi no se ha manifestado.
Han sido pues personas relacionadas con el medio de prensa cinematográfica quienes se manifestaron en torno al hecho, desde los artículos publicados en blogs de cine como Paginas del diario de Satán o Los cinerastas también empezaron pequeños, hasta el artículo de Isaac León Frías en El Comercio y la pronunciación oficial de la Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica (APRECI).
La repercusión de tamaña barbarie ha trascendido nuestras fronteras, mereciendo opiniones en espacios extranjeros de discusión cinematográfica. Incluso, según señaló el blog chileno Blogdecine, la misma censura habría sido aplicada en México.
No queda entonces otra cosa que repudiar y señalar cuanto se pueda esta soberbia actitud de las distribuidoras, que por lo general ya “censuran” muchos títulos que nunca llegan a nuestras salas y, no satisfechos con eso, van en busca de más dinero aunque implique estafar al público.
Si para el cineasta Ettore Scola el cine era “un espejo pintado”, actitudes del talante de lo aquí señalado, nos dejarían solo con un espejo roto y sin pedazos.
La censura, a lo largo de la historia, se ha encargado de esa labor. Designa aquello que puede apreciarse o no, aquello que debe consumir la gente y aquello que debe rechazar.
Su imperativo ha sido, tradicionalmente, resguardar determinado sistema de creencias y costumbres sociales coyunturales (o, al menos, embanderarse de esa idea y actuar en nombre de ella). De allí que el escritor Henry Miller se centre en la censura cuando esboza una definición de lo obsceno. Finalmente lo inadecuado (o, de forma más precisa, lo que se entiende como tal) es aquello que los censores deciden. Como supuestos guardianes de la norma, estos personajes embriagados de moralina han juzgado obras de todo tipo a lo largo de la historia.
Ahora bien, si esta censura tradicional –de conservadurismo idiota y fundamentalista– es reprochable en extremo, peor aún es ser testigos de alteraciones y prohibiciones que se establecen basados en intereses económicos de ciertos grupos.
Que la censura se establezca ya no para resguardar supuestas “buenas costumbres” sino para acaparar públicos más numerosos merece todo tipo de desméritos. Así, lo ocurrido hace casi un mes en nuestro medio con La mujer de mis pesadillas (The heartbreak kid), de los hermanos Peter y Robert Farrelly, es la expresión más patética de la acción censora.
No fue un organismo o institución el que vetó de alguna forma el contenido de la película, sino la distribuidora nacional UIP, que tuvo la mezquina idea de ‘tapar’ con rectángulos negros ciertas tomas. Éstas correspondían a una clasificación para mayores de 18 años. En ellas, se mostraba el portentoso miembro erecto de un burro y un primer plano de una vagina con un piercing (en el caso de esta última, el susodicho rectángulo ocupa buena parte del écran).
En aras de obtener mejores ingresos, los señores de UIP optaron por atentar contra la integridad del filme, dejando la clasificación para mayores de 14 años, convocando así mayor taquilla. Una muestra realmente triste de que por más dinero poco importa dar al público un producto incompleto, modificado, finalmente adulterado. Pareciera además que esta actitud de estafa –pan de todos los días en el Perú– pasara desapercibida en las salas de cine comerciales, donde el gran público repara muy poco en el hecho y casi no se ha manifestado.
Han sido pues personas relacionadas con el medio de prensa cinematográfica quienes se manifestaron en torno al hecho, desde los artículos publicados en blogs de cine como Paginas del diario de Satán o Los cinerastas también empezaron pequeños, hasta el artículo de Isaac León Frías en El Comercio y la pronunciación oficial de la Asociación Peruana de Prensa Cinematográfica (APRECI).
La repercusión de tamaña barbarie ha trascendido nuestras fronteras, mereciendo opiniones en espacios extranjeros de discusión cinematográfica. Incluso, según señaló el blog chileno Blogdecine, la misma censura habría sido aplicada en México.
No queda entonces otra cosa que repudiar y señalar cuanto se pueda esta soberbia actitud de las distribuidoras, que por lo general ya “censuran” muchos títulos que nunca llegan a nuestras salas y, no satisfechos con eso, van en busca de más dinero aunque implique estafar al público.
Si para el cineasta Ettore Scola el cine era “un espejo pintado”, actitudes del talante de lo aquí señalado, nos dejarían solo con un espejo roto y sin pedazos.