Sexualidad y control: una perspectiva foucaultiana
Enciendo el televisor y me encuentro con "Alessandra: la sexóloga favorita de latinoamérica" en FoxLife. Inevitablemente veo parte del programa… ¿Realmente la gente se cree tan liberal por hablar hasta el hartazgo de sexo?
Deberían saber, al menos, que es precisamente el espacio de lo no-dicho aquello más libre, que es una mirada del poder –controlador, normalizador y normatizador– la que propone tales afanes de saberlo todo, de conocer y –por ende– controlar.
Si la proporción fálica, la duración del coito, la forma del cuerpo femenino y ciertas reacciones inevitables (gemidos, gritos, etc…), junto con las prácticas contranatura y muchas otros, son fantasmitas comunes de la sexualidad occidental, se debe a que este discurso se encuentra más que nunca bajo una lógica de control. Que la sexualidad no se ejerza de forma libre, sin miramientos psicoanalíticos ni patologías o desviaciones de ninguna clase se debe precisamente a que, dentro de la intención primaria del sistema (la producción), el sexo representaba en sus albores decimonónicos aquello salido del esquema, aquello que debía encauzarse dentro de esta i-lógica esquizofrénica.
Armatostes teóricos racionales de las más diversas formas, fueron introduciéndose a lo largo de los últimos cuatro siglos con parámetros de lo normal, transformando la libertad del sexo en una pantomima pre-victoriana de su práctica. Ahora, en medio de una embriaguez psicoanalítica, marxista o moderna, el “encierro” de la sexualidad no se daba –únicamente– por lo postulado de forma explícita por ciertas teorías (afirmar eso sería un simplismo inocente), sino que, como ocurre con el poder, su verdadero efecto estaba en lo no dicho, en el mismo hecho de que se produjeran estos discursos y en el tabú que implicaba –e implica hasta hoy– cualquier comentario o alusión acerca del sexo. Pues, entonces, que no venga nadie a decir qué está bien o no en el campo del sexo, qué es lo normal y qué lo enfermizo o lo poco atrayente. Esa es, en realidad, la actitud menos liberal y menos abierta posible. Es la más encauzada en el control, es la aceptación fehaciente de que el sexo es un discurso aparte, de que se debe hablar de en un espacio diferente, además de ser un listín más o menos maquillado de nuevas normalidades y desviaciones. Ni Alessandra ni nadie, por más sexóloga que sea (la sexología –nótese– es otro discurso de lo mismo) puede decir que está bien o no, ni pretender liberal algo con una cháchara que no hace más que encarcelarlo con mayor fuerza: la fuerza sutil de lo amable y fácilmente aceptado.
Vale terminar pues con algo bien señalado por Foucault en su “Historia de la Sexualidad”:
Deberían saber, al menos, que es precisamente el espacio de lo no-dicho aquello más libre, que es una mirada del poder –controlador, normalizador y normatizador– la que propone tales afanes de saberlo todo, de conocer y –por ende– controlar.
Si la proporción fálica, la duración del coito, la forma del cuerpo femenino y ciertas reacciones inevitables (gemidos, gritos, etc…), junto con las prácticas contranatura y muchas otros, son fantasmitas comunes de la sexualidad occidental, se debe a que este discurso se encuentra más que nunca bajo una lógica de control. Que la sexualidad no se ejerza de forma libre, sin miramientos psicoanalíticos ni patologías o desviaciones de ninguna clase se debe precisamente a que, dentro de la intención primaria del sistema (la producción), el sexo representaba en sus albores decimonónicos aquello salido del esquema, aquello que debía encauzarse dentro de esta i-lógica esquizofrénica.
Armatostes teóricos racionales de las más diversas formas, fueron introduciéndose a lo largo de los últimos cuatro siglos con parámetros de lo normal, transformando la libertad del sexo en una pantomima pre-victoriana de su práctica. Ahora, en medio de una embriaguez psicoanalítica, marxista o moderna, el “encierro” de la sexualidad no se daba –únicamente– por lo postulado de forma explícita por ciertas teorías (afirmar eso sería un simplismo inocente), sino que, como ocurre con el poder, su verdadero efecto estaba en lo no dicho, en el mismo hecho de que se produjeran estos discursos y en el tabú que implicaba –e implica hasta hoy– cualquier comentario o alusión acerca del sexo. Pues, entonces, que no venga nadie a decir qué está bien o no en el campo del sexo, qué es lo normal y qué lo enfermizo o lo poco atrayente. Esa es, en realidad, la actitud menos liberal y menos abierta posible. Es la más encauzada en el control, es la aceptación fehaciente de que el sexo es un discurso aparte, de que se debe hablar de en un espacio diferente, además de ser un listín más o menos maquillado de nuevas normalidades y desviaciones. Ni Alessandra ni nadie, por más sexóloga que sea (la sexología –nótese– es otro discurso de lo mismo) puede decir que está bien o no, ni pretender liberal algo con una cháchara que no hace más que encarcelarlo con mayor fuerza: la fuerza sutil de lo amable y fácilmente aceptado.
Vale terminar pues con algo bien señalado por Foucault en su “Historia de la Sexualidad”:
“¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y surtir efecto en su economía misma.”(Foucault, Michel; "Historia de la sexualidad: La Voluntad de Saber";Editorial Siglo XXI; Mexico; 1986; pp.32)
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