lunes, 1 de diciembre de 2008

La muerte de la muerte

“No creo en la muerte,
porque uno no está presente para
saber que en efecto ha ocurrido”

Andy Warhol


Las imágenes, las voces, los sentidos, las prácticas. Todos los discursos han matado a la muerte. Le han arrebatado su sentido tradicional, de antaño, su “aura” espiritual y misteriosa. La muerte ya no seduce. Asistir hoy al terreno de la muerte no implica dejar ningún escenario, ninguna representación social. Puede parecer obvio, pero no es banal que la muerte haya entrado a la lógica del imaginario contemporáneo, numérico e hiperrealista. La muerte no usa más guadañas, sino pantallas cercanas, lejanas, virtuales y táctiles, y con ellas no decapita almas. Ahora se inserta en cerebros que ya no están en un cuerpo sino diseminados allí donde discurren todos los sucesos visuales sonoros.

La información: porno post-mortem
Desde que la mirada se enfrenta a una pantalla – digital o analógica, televisiva o informática –, la muerte se inserta en todos los procesos, se hace parte de la vida. El plano informativo no sólo ha variado en torno a su tratamiento de la muerte1, sino que esto ha devenido en un cambio sobre la misma concepción –ontología en última instancia –, que las personas tienen de ella. Así como el reality-show propicia la explotación pornográfica de la vida, el fenómeno informativo, en su gran mayoría, parece jugar el mismo rol para la muerte.

Lo que señalaba Gubern casi proféticamente parece haber sentado casa sobre la atmósfera mediática de nuestros días. Finalmente “a la pornografía del sexo sucederá la pornografía de la muerte”2. Encender el noticiario por las mañanas, o revisar las últimas noticias en la infinita variedad de web-sites supone casi un desayuno con la muerte, aceptarla en nuestra mesa, en nuestra forma de iniciar el día, con su presencia ya no seductora sino explícita. Lo que hace la producción infinita de sucesos audiovisuales en torno a la muerte es precisamente (al igual que la pornografía con el sexo) alimentarle una lógica consumista, hacerle abandonar su estadío de cierto misterio por otro donde todo queda explicitado hasta en su más mínimo detalle.

La muerte abandonó su capacidad de seducir y constituye más un afán cotidiano, habitual, sin zonas grises ni indefiniciones. Es como un sexo bajo un lente hiperrealista. Aparece y puede sorprender, pero no será sutil, ya no es el espacio tácito, hoy aparece en el asesinato filmado a tiempo real, en el primer plano del cadáver, en el zoom enfático sobre la familia doliente o en la foto del niño desnutrido y moribundo. Esa mirada efectista, esa aparición súbita, es la muerte de la muerte, diluida ahora sobre las cifras fatales y estadísticas de un atentado suicida o un accidente aéreo, todo, claro está, in live.

La muerte abandona ese sentido esotérico y oscuro, que mantuvo durante años en la tradición occidental, cuando empieza a regirse bajo las mismas lógicas del imaginario audiovisual, allí donde se hizo necesaria para la vida, para el discurrir de los estímulos de todo el entorno visual.

Cuando se inscribe en el “abigarrado ecosistema semiótico de señales producidas industrialmente y distribuidas dentro del sistema de mercado”3, la muerte se fragmenta y, así, se hace parte de ese cerebro-prótesis externo, de los procesos mentales, del sujeto fractal4, una parte más de él, otro órgano propio y lejano –clon– de cada sujeto.

Cuando Deleuze plantea el efecto del discurso audiovisual sobre las acciones cotidianas, menciona que los instantes cualesquiera5 dejaban de serlo precisamente por hallarse frente a una cámara, que luego los llevaría a ser parte de todo el collage que supone la enunciación visual-sonora (planificación, montaje, superposición de secuencias, etc.…). Sin embargo, en la tarima social, la representación de la muerte supuso tradicionalmente un guión de una espontaneidad obligadamente distinta, más solemne. La muerte nunca fue un instante cualquiera.

Incluso las primeras aproximaciones audiovisuales no representativas (informacionales) sobre la muerte, suponían una respuesta determinada por parte del público, una conmoción muy diferente a la de nuestros días6. Hoy, en cambio la pantalla de control de la que habla Baudrillard, parece controlar la misma noción de vida al enfrentarla con la muerte. Ya es fuera de lo común no ver delineado en píxeles el cuerpo sin vida de alguien y el dolor adjunto que conlleva. La muerte es una de las estrellas imprescindibles en el espectáculo de la imagen, un sexo necesario dentro del desfile pornográfico post-mortem que constituyen las esferas informacionales.

En un campo filosófico se podría afirmar –no sin cierto riesgo– que esa diferencia en relación al trato de la muerte puede tener la contraparte en el pase de lo análogo a lo digital, lo virtual. La muerte dejó de ser representada análogamente (de forma física o química) y pasó a crearse, a simularse a través de números y falsa tactilidad. La imagen de la muerte, otrora anclada sobre una muerte real (ese instante no-cualquiera), hoy se reinventa en una especie de escritorio visual donde los ojos fungen de tacto y la manejan a plenitud; es la explosión mortuoria de la potencialidad que tiene la óptica a la que refería Lacan. Como bien afirma Renaud:
“…Los mecanismos de la proyección especular (…) se subordinan a operaciones ampliamente controladas y controlables: la imaginación especular y sus juegos de miradas, se subordina a la imagerie especulativa, escritura, génesis, manipulación controlada de imágenes-acontecimientos a partir de un modelo numérico…” 7

Si ello ocurre precisamente sobre el terreno informativo, es porque –sobre la pantalla– es la información donde se virtualiza el día-a-día. No se trata del espacio para plantear utopías (como sí permite el de la ficcionalidad), sino para extraer fragmentos de puestas en escena sociales. El cine, el teatro y el conglomerado de ficción representativa, en cambio, fue terreno explorado por la muerte desde antaño, pero siempre a través de la presencia figurativa.

Desde las primeras tragedias griegas hasta el último estreno de Hostal II, la muerte aparece montada, representada. No es sino hasta en su inserción extrapolada en (y a partir de) lo cotidiano, es decir, en su combinación con aquellos fragmentos que –al descontextualizarse de una realidad ajena– se convierten en (hiper)realidad nueva, que la muerte se hace distinta.

Cuando la maquinaria informativa hiperrealista la inserta virtualmente en la vida, y la imagen numérica le otorga una sensibilidad táctil, la muerte se convierte en otro de los tantos relatos audiovisuales espectacularizados8 que rondan la pantalla, quitándole aquel perfil que en la tradición occidental tenía.

La muerte ya no es la muerte, es el simulacro de ella y forma parte de la vida, al discurrir como todos los discursos y movimientos que atraviesan al hombre y lo constituyen. La muerte ahora es virtualidad y ya no la representación análoga, ficcional o figurativa. Ella aparece en la pantalla, es en la imagen. La muerte hoy, que se inserta en los procesos mentales de ese cerebro exterior y lo hace parte, es suceso audiovisual. La muerte hoy está muerta.

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1 Un recorrido por los programas noticiarios tanto en Perú, como en la mayoría de países americanos, nos lleva a un hecho importante: la gran mayoría de noticias refieren a hechos ligados con la muerte y, en el tratamiento audiovisual que se hace de éstas, se pone un énfasis por explicitar. Vale decir, sin embargo, este aspecto es el más superficial y sobre él han recaído ya muchas miradas, desde las más moralistas y conservadoras hasta aquellas partidarias de un libertinaje audiovisual.

2 GUBERN, Román; “El Eros electrónico”; Editorial Taurus; Madrid; España; 2000; pp. 28

3 ABRIL, Gonzalo; “Cortar y Pegar”; Editorial Cátedra; Madrid; España; 2003; pp 72

4 Véase: BAUDRILLARD, Jean; “Videosfera y sujeto fractal” en: ABRUZZESE, Alberto (Compilador); “Videoculturas de fin de siglo”; Editorial Cátedra; Madrid; España; 1990

5 Véase: DELEUZE, Gilles; “La imagen-movimiento”; Editorial Paidós; Barcelona; España; 1983

6 Vale simplemente tomar en cuenta el efecto que podía causar la mera aparición de un cadáver en la pantalla informacional en décadas pasadas: un hecho fuera de lo normal que suponía una advertencia sobre la sensibilidad de un público que aún sentía aquellas imágenes como sumamente impactantes, un suceso que conmocionaba a los espectadores.

7 RENAUD, Alain; “Comprender la imagen hoy”; en: ABRUZZESE, Alberto (Compilador); Op. Cit; pp. 23

8 GUBERN, Román; Op. Cit. Pp.23

lunes, 14 de julio de 2008

Macro ceguera

Esta ciudad es muy grande para comprenderla. Mejor es maravillarse con su sin fin de colores, contrastes y sin sentidos. Extraña empresa la de los científicos sociales tradicionales que, en una labor similar a la de David, pretenden reducir a un gigante con el esfuerzo mínimo; la herramienta básica y más funcional.

Curioso afán el intentar ver, a través de la mira de las más variadas técnicas, metodologías científicas, esquemas y matrices, lo complejo de los usos desarrollados a un nivel micro social. Hipertelia cientificista que se enfrasca en parámetros orientados a la utilidad, a la respuesta de la casuística y de causalidad. Mirada teleológica de su disciplina, que intenta establecer las leyes de lo macro abandonando la mira a las innumerables estrategias de lo micro, la fascinante gama de reglas que surgen a partir de los encuentros, del contacto, de la (inter)acción.

Más que probar el sabor del sin sentido –característica de los contextos cercanos– en pos de una descripción (un análisis sin pretensiones asépticas ni objetividades falaces), se enfrascan en una labor orden(d)adora donde enfatizan una aproximación supuestamente alejada del sesgo y protegida en el armatoste de la medición, la experimentación y el siempre grueso escudo de validación de una tesis. Coraza supuestamente infranqueable de la aproximación que tiene la ciencia moderna.

Más adecuado sería, en cambio, seguir por el camino que abrieron investigaciones como las de Tarde o Simmel, y que bien han continuado estudios como el de Goffman, enfocarse en los procesos micro sociales, hablar de una microhistoria en lugar de seguir a la caza de grandes estructuras, de anteponer binarismos como individuo/masa o individual/social. Puesto que en busca sin de las supestas grandes miradas se termina en una ceguera que no permite observar mucho de lo que ocurre.


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viernes, 4 de julio de 2008

Uno es ninguno

Vértigo, simulacro, devenir. Qué más dentro -o fuera, como prótesis externa- de uno, si es, claro, aún válido hablar de uno. Bien hacía Baudrillard al decir que nuestro cerebro pululaba fuera de nosotros en las innumerables ondas herzianas que nos circundaban. Pues allí está el imaginario, desperdigado en las infinitas producciones audiovisuales numéricas.

Ya no es el imaginario dentro, sicologizado, tan poblado por los fantasmas del psicoanálisis (que se encargaron de desarmar Deleuze y Guattari con su "Anti-Edipo"). Se abandonó el individuo, con el imaginario de representaciones. Ahora es la construcción simulada de virtualidades, de sucesos numéricos, insertados en (para seguir con Baudrillard) un cuerpo. Y en este se revuelcan deviniendo, en el vértigo constante, en la movilidad inercial a la que se aproxima Virilio. Allí, donde las pantallas son los nuevos vehículos, ya no móviles, sino inerciales; ya no de aceleración en contraposición a lo estático, sino en super-aceleración en pos de destruir ese binarismo. Allí, donde el pensamiento -y lo que lo compone- ya no está en la mente sino en la videosfera. Allí, ya no se puede hablar de uno, ni de un cuerpo como receptáculo de disciplinas, como punto de existencia única.

Dinamitemos una identidad

Ya no hay realmente una identidad, un individuo, sino una serie de devenires atravezando, como infinitos vectores, los estadíos de una constante presta de discursos. Ya no hay algo que queda en la idea de una persona, que lo identifica. Ya no hay identidad. Por el contrario, en esa verdadera bulimia de devenires se generan identificaciones múltiples, que se suceden infinitamente, en el vértigo constante. Ante la posibilidad de lo constante frente a lo cambiante (y a la constancia del cambio impuesta por la producción), se busca ahora aquello que deja el cambio en pos de infinitas metamorfosis, y en tanto eso se hace nada.

Son capitales culturales que copulan constantemente. Sucesión de devenires menores, discursos que se asumen con una naturaleza de rizoma en las que la persona ya no es finalmente algo. La respuesta a las preguntas universalistas y generales, surgidas en la efervescencia del espíritu moderno ya no tienen realmente validez. Mucho menos todas las nociones binarias que han conformado la modernidad, y que el sistema se ha encargado de naturalizar. Las dualidades consagradas (bueno, malo; femenino, masculino; sujeto, objeto; etc..) se han caído, siendo los matices entres sus parámetros aquellos que se validan.

Pues bien, si consideramos -como acertó Foucault- que el individuo es una figura capitalista, dotada de su contraparte binaria, masa, en pos del sistema productivo, y que luego las ciencias sociales de la modernidad dotaron de psique (psicología), una posición "naturalmente correcta" del mundo en base a la cual se juzgaba el resto (antropología) y una estructura en la cual produce (sociología), vemos finalmente que, de natural, el individuo -ese uno que se busca- es pura construccción. Uno no es algo, uno se hace algo. y en tanto no deja de hacerse, uno es ninguno.


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