viernes, 9 de noviembre de 2007

Sobre la crítica: Una vieja discusión

Muchas veces el oficio del crítico termina como uno de los peores vistos –o menos entendidos, en el mejor de los casos– por la opinión general.
El público mayoritario no suele valorar el trabajo de quienes, basados en criterios estéticos o enfoques sobre la forma y los lenguajes, emiten una opinión especializada en torno a las manifestaciones artísticas. Sin embargo, en el caso de la literatura o las artes plásticas, la opinión de los críticos al menos va en sintonía con la de una buena porción de los consumidores de tales manifestaciones, quienes –y valga decirlo– tampoco son la mayoría en nuestro medio. Con el cine suele ocurrir lo contrario.

El público masivo, aquél que llena las salas y conforma las taquillas no sintoniza con –ni comprende a veces– la opinión de los críticos.
“Estos han visto otra película” suele ser el comentario frecuente de una mayoría que no maneja los criterios formales ni las valorizaciones del lenguaje audiovisual o teoría narrativa que tiene un crítico (lo cierto es que tampoco estaría obligada a hacerlo). Finalmente, la opinión del crítico es especializada precisamente por eso. Un espectador promedio, por más cine que consuma, de no manejar estos criterios no podría ejercer la crítica tal cual, sino manifestar una opinión argumentada a partir de los afectos o sensaciones que le produce cierto producto visual-sonoro.

La crítica cinematográfica, pues, estriba sobre criterios formales, critica aquello que está en la pantalla, el producto sensorial final y no los propósitos o las buenas intenciones que se pretendieron plasmar en él.

El todo
Hace un tiempo, en un foro de Internet, se entablaba una discusión acerca de este tema. Mientras algunos afirmaban que una crítica era, en sí, más un afecto evocado a partir de los artificios propios del cine, otros argumentaban que era una suerte de desmenuzamiento de la película en aspectos minuciosos y en dualidades del tipo forma/fondo.
Lo cierto es que enfrentarse a un producto audiovisual no supone necesariamente una aproximación analítica, es decir, un acercamiento a modo de descomposición para tener partes o aspectos puntuales que observar. Que una película funcione o no, depende del conjunto, de la obra terminada vista como un total. Una película no es la actuación desligada de la fotografía, todo sobre el soporte de una determinada melodía. El cine es más que la suma de sus elementos. Se trata de una sinergia donde el todo no puede analizarse en base al análisis de sus partes. Esto no quiere decir, por supuesto, que no puedan darse casos –que se han dado innumerables veces– en los que una opinión sobre el guión sea más favorable que sobre la banda sonora o la actuación. Pero claro, de lo que se trata finalmente es de la crítica sobre la totalidad de la película, en cuyo caso tales aproximaciones no son más que un elemento cuyo logro final estribará sobre lo que funcione como producto total.

Decir que un crítico cinematográfico se especializa en la crítica de determinado aspecto de los elementos de lenguaje audiovisual es, según lo veo, una falacia ingenua. La idea del crítico es la de aquel cuyas opiniones estriban sobre la totalidad del producto bajo parámetrosformales que maneja en forma especializada y –cosa importante– tengan como referente un manejo no sólo de estos sino también de buena cantidad de otros productos, películas. Es poco concebible el crítico cuyo “consumo audiovisual” sea escaso o limitado según criterios como el género o cualquier otro elemento externo a la realización.


Los soportes y lo soportable
Tradicionalmente el ejercicio de la crítica se había visto circunscrito por la formalidad institucional. Antaño, este siempre se dio bajo el respaldo de un medio de prensa escrita (diarios, revistas, etc..) o en medios cuyo eje temático fuera el cine, pero que tuvieran el respaldo que siempre constituye el soporte impreso.
Sin embargo en nuestros días, inscritos ya en los ordenadores, la imagen numérica y el indiscutible apogeo de la era de la red, la institucionalidad de los medios (y el mismo universo mediático) ha sufrido una variación radical.

La crítica ya no se ejerce, en su mayoría, bajo el amparo de la institución que constituían los medios impresos. Si bien tal práctica goza de buena salud y aún gran número de personas la llevan a cabo, la actividad mayoritaria se realiza a través de páginas (esta es un ejemplo), foros, grupos de interés y sobre todo blogs.

Si bien asistimos a una suerte de democratización de la crítica cinematográfica (y, en su expresión más amplia, de la prensa cinematográfica), existen riesgos que inevitablemente se dan en paralelo con tal fenómeno.

El amparo de un “espacio” virtual permite no sólo una llegada más amplia que la de los medios impresos, sino también trae una regularización menos rígida. Quiero decir que uno de los aspectos menos favorables de esta apertura de soportes virtuales es una suerte de libertad plena para expresar cualquier tipo de opinión sin base fundamentada o, en el peor de los casos, de temas que estriban sobre lo netamente personal y utilizan lo cinematográfico como pretexto para aparecer “colgados” en la net.

Lógicamente no se trata de la mayoría de casos, pero es innegable que la apertura total que suponen los espacios en red traigan no sólo un mayor acceso a información relacionada con aspectos del cine (vale decir que esto ocurre en el contexto de cualquier temática), sino una especie de “libertinaje” que suponga no sólo opiniones infundadas (gente que hace crítica sin ser crítico, que hable de cine desde la posición del especialista sin serlo de ninguna forma, etc…), sino la preponderancia de aspectos extra-fílmicos que busquen soterrarse bajo el amparo de la referencia al mundo del cine y sirvan para el desfogue personal, junto con el insulto, la burla, el anonimato y hasta – referencias hay innumerables en nuestro medio– suplantación de identidad.

Puede tratarse de una discusión vieja, es cierto, que supone los criterios de principios tan básicos y antiguos como la tan mentada libertad de prensa, pero la recurrencia sobre incidentes que se suponen ya saldados siempre permiten una discusión permanentemente válida, que tenga en claro qué se entiende por hacer crítica cinematográfica –o cualquier actividad de prensa– y que considere que pese a la infinidad de soportes ya existentes (y aún con la nueva infinidad que está por llegar), siempre hay un límite para lo soportable.

martes, 30 de octubre de 2007

Sobre aquello que nos hace

Somos un simulacro. Quizás el planteamiento, en plena era de los ordenadores, la imagen numérica y los procesos virtuales, pueda parecer algo obvio. Sin embargo, algunos pensadores franceses vislumbraban esta idea hace casi tres décadas, mucho antes del Internet y de que cada quien tuviera una computadora en casa. Así, Deleuze, Bourdieu, Baudrillard, Foucault, Lyotard y otros, se animaron a plantear que, en nuestro andar cotidiano, somos ya una construcción, pero no sólo en lo que proyectamos hacia los otros, sino que nuestra identidad (o una idea de ella) es ya un continuo hacerse y deshacerse, un simulacro donde los a priorismos quedan de lado.

Todos vamos interpretando roles, (de)construyéndonos y (re)construyéndonos a diario y en distintos espacios, incluso en el propio inercial. Más que entes con una naturaleza dada per sé a un nivel cultural o de sentido, somos dispositivos que se constituyen según sea necesario. La identidad ya no es aquello que nos hace, sino aquello que se hace.

En ese escenario, de construcciones constantes, todo aquello de lo que pueda tomar mano el hombre para construirse es válido. Y vale dejar en claro que no se trata de una construcción formal, de apariencias, sino que a través (y debido a) manifestaciones construidas, se reedifican también las formas de concebir el mundo y de aprehender conocimiento. Es un cambio epistémico y ontológico.

De allí que sea válido abandonar la idea de una naturaleza, una esencia humana o una suerte de impronta simbólica. De pronto, las prácticas no están circunscritas en un marco ya dado, sino que superan sus significaciones tradicionales y constituyen al actor social y de su puesta en escena cotidiana1. Es una lógica teatral: la otrora idea de identidad es más bien el simulacro que hace al personaje, territorializa al ser que Deleuze encontraba constantemente desterritorializado.

Es allí, donde descubriremos cómo en plena posmodernidad, plagada de mezclas y combinaciones (en pleno estadío donde la producción cultural hace manifiesto aquello que los posmodernos ya hallaban años atrás), ciertos componentes del imaginario de la urbe, popular, se combinan y fusionan con estilos tradicionales, deviniendo en entes híbridos, de una estética y manifestación cultural que no teme explorar espacios nuevos.

El hombre se atraviesa hoy por prácticas diversas, por discursos que, a modo de vectores, lo relacionan con fuerzas en infinitos movimientos que constituyen lo denominado como cultura. Valga decir, por ejemplo, que toda la producción del imaginario es ya, como señala Baudrillard, la fuente de un estadío fractal, de pedazos, donde aferrarse a la idea de ser un algo, de poseer una identidad de cualquioer tipo no es probablemente lo más acertado.

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1 Esta idea, de la interacción social como una representación, a manera de actuación en tarima ha sido ampliamente tratada y planteada por Erving Goffmann, véase: GOFFMAN, Irving; “La presentación de la persona en la vida cotidiana”; Editora Amorrortu; Buenos Aires; 1994

miércoles, 3 de octubre de 2007

Los francotiradores

¿Es acaso una responsabilidad de los académicos, estudiosos y teóricos plantear una finalidad en su discurso? ¿Cuál es el rol que debería jugar aquel dedicado a crear teorías y analizar realidades?
Si bien no pretendo tener LA respuesta para interrogantes de tal calibre, considero, que más allá de alguna huella de paternalismo, no hay nada que obligue a un intelectual a comprometerse activamente en proyectos de cambio u orientar su propuesta en pos de elaborar esquemas alternos al statu quo.
En el mejor de los casos, se podría delinear una posible línea de fuga al modo en que se encuentra el contexto, más no hacer acción de tufos panfletarios de ningún tipo.

Creo, en cambio, que el rol del académico debe ser el de hallar aquellas incongruencias, aquellos agujeros negros en las paredes blancas que construyen las visiones aceptadas, las normalidades del sistema de pensamiento y de la coyuntura en todos sus aspectos. Ser un francotirador que dispara allí donde hay algo que decir, que criticar, que observar.

Vale recordar, por ejemplo, la respuesta que daría Baudrillard en una conferencia de prensa hace unos años, cuando le preguntaron qué proponía. Afirmó que en estos tiempos era inmoral hacerse de la razón y dase un lugar en el que uno se hacía de la solución o la respuesta.

Pues bien, el académico -en mi opinión- debería orientarse bajo tal visión. La fe ciega en planteamientos y constructos teóricos ha llevado, a la larga, al aletargamiento y a la creación de 'vacas sagradas' del mundo teórico, además, en muchs casos, de una embriaguez de intereses ideológicos. Vale mencionar, por ejemplo, la escuela psicoanalítica freudiana (que en el monumental trabajo de Deleuze y Guatarri, Capitalismo y Esquizofrenia y Mil Mesetas, es observada en sus mismos cimentos) de la que muchos propuestos se consideraron la voz irrevocable en ese campo. En el mismo sentido, se puede mencionar a las corrientes latinoamericanas de los Estudios Culturales, que muchas veces no hacen más cenrar un suerte de proyecto politicoide o transmitir un desfasado espíritu reinvidicador.

En tal sentido, la realidad ya no debe aprehenderse a través de las tradicionales maquetas teóricas (hallando en la infinita gama de sucesos cotidianos relación con sus hipótesis), sino presar atención a los devenires menores , y a los fenómenos cotidianos, a las desviaciones de la norma y a la norma que nace ellas, a todas esas pequeñas manifestaciones sobre las cuales teorizar, sin ánimos de hacerse de 'la solución' a los problemas.

El teórico no tiene porqué solucionar los problemas (ni creerse en la posición de hacerlo) sino entrar en ellos y sobre su base hallar nuevos problemas.
No debe plantear un sistema alterno, sino seguir las variaciones propias de este y hallar nuevos agujeros negros sobre los cuales "disparar".

sábado, 30 de junio de 2007

Sexualidad y control: una perspectiva foucaultiana

Enciendo el televisor y me encuentro con "Alessandra: la sexóloga favorita de latinoamérica" en FoxLife. Inevitablemente veo parte del programa… ¿Realmente la gente se cree tan liberal por hablar hasta el hartazgo de sexo?

Deberían saber, al menos, que es precisamente el espacio de lo no-dicho aquello más libre, que es una mirada del poder –controlador, normalizador y normatizador– la que propone tales afanes de saberlo todo, de conocer y –por ende– controlar.

Si la proporción fálica, la duración del coito, la forma del cuerpo femenino y ciertas reacciones inevitables (gemidos, gritos, etc…), junto con las prácticas contranatura y muchas otros, son fantasmitas comunes de la sexualidad occidental, se debe a que este discurso se encuentra más que nunca bajo una lógica de control. Que la sexualidad no se ejerza de forma libre, sin miramientos psicoanalíticos ni patologías o desviaciones de ninguna clase se debe precisamente a que, dentro de la intención primaria del sistema (la producción), el sexo representaba en sus albores decimonónicos aquello salido del esquema, aquello que debía encauzarse dentro de esta i-lógica esquizofrénica.

Armatostes teóricos racionales de las más diversas formas, fueron introduciéndose a lo largo de los últimos cuatro siglos con parámetros de lo normal, transformando la libertad del sexo en una pantomima pre-victoriana de su práctica. Ahora, en medio de una embriaguez psicoanalítica, marxista o moderna, el “encierro” de la sexualidad no se daba –únicamente– por lo postulado de forma explícita por ciertas teorías (afirmar eso sería un simplismo inocente), sino que, como ocurre con el poder, su verdadero efecto estaba en lo no dicho, en el mismo hecho de que se produjeran estos discursos y en el tabú que implicaba –e implica hasta hoy– cualquier comentario o alusión acerca del sexo. Pues, entonces, que no venga nadie a decir qué está bien o no en el campo del sexo, qué es lo normal y qué lo enfermizo o lo poco atrayente. Esa es, en realidad, la actitud menos liberal y menos abierta posible. Es la más encauzada en el control, es la aceptación fehaciente de que el sexo es un discurso aparte, de que se debe hablar de en un espacio diferente, además de ser un listín más o menos maquillado de nuevas normalidades y desviaciones. Ni Alessandra ni nadie, por más sexóloga que sea (la sexología –nótese– es otro discurso de lo mismo) puede decir que está bien o no, ni pretender liberal algo con una cháchara que no hace más que encarcelarlo con mayor fuerza: la fuerza sutil de lo amable y fácilmente aceptado.

Vale terminar pues con algo bien señalado por Foucault en su “Historia de la Sexualidad”:
“¿Censura respecto al sexo? Más bien se ha construido un artefacto para producir discursos sobre el sexo, siempre más discursos, susceptibles de funcionar y surtir efecto en su economía misma.”(Foucault, Michel; "Historia de la sexualidad: La Voluntad de Saber";Editorial Siglo XXI; Mexico; 1986; pp.32)

Violemos la peruanidad

El Perú es una pachamanca. Personas con modos de vida premodernos conviven junto a quienes se hayan en plena posmodernidad. Cada uno con producciones simbólicas distintas, que se rozan, coquetean y copulan en deliciosas mezclas. Fusiones que podrían dar pistas de una ilusoria -y desde ya utópica- idea de nación. En tiempos donde la política es menos protagonista que los capitales trasnacionales, y los medios a nivel global han devenido en hiperrealismo, aferrarse al quiste del moderno (y agónico) Estado-nación, no es más que ir tras un fantasma.

En tales circunstancias, pues, no se debe ver a la Cultura como un rótulo diferenciador. Que aquellos de la selva tienen una “cultura” distinta y que los pobladores andinos que migraron a Lima tienen otra, o que debamos respetar a los otros y convivir con ellos, constituyen discursos bastante desfasados y caídos del palco. Son precisamente algunos científicos sociales quienes han marcado claramente esta visión de el otro, en aras de obedecer a un estudio metodológico y esquemático (cientificista a ultranza) de fenómenos sociales que requieren de un tratamiento distinto, de parámetros menos rígidos y alcances fenomenológicos.

Es allí donde aquella idea de cultura se hace peligrosa. De pronto ante la pregunta ¿qué es ser peruano? se dice, casi como en figurita de postal, que “el Perú es un crisol de culturas reunidas, cada una con su espacio”, y se nos vende el cevichito, el fútbol, Machu Picchu y una que otra marinera. Una visión que ante todo homogeneiza, y persigue el fantasmita coquetón de UNA peruanidad, LA peruanidad.
Pero no hay un simplismo más reduccionista que este. La cultura no es un ente que está aquí o allá. Debe entenderse como una amalgama, una suerte de malagua que está en todas partes y -como un mutante silencioso que atraviesa lo social- va nutriéndose de cualquier cosa y las mezcla en sí mismo.

Lo que se debe hacer, si de alguna forma se pretende construir una tan mentada nación peruana, es violar la idea de una peruanidad, ultrajarla y destrozarla, para tomar a la mezcla como pívot de toda la amalgama de producciones simbólicas que existen en el país. Esto teniendo en cuenta que el concepto de nación no puede tomarse como el de un ente cerrado. De conseguirse, la “nación peruana” no debe entenderse dentro de líneas limítrofes, sino como parte de la misma amalgama, esta vez a un nivel global.

domingo, 17 de junio de 2007

De regreso...

Volveré a escribir en este espacio desde el Lunes 25 de Junio. Han pasado casi ocho semanas y, ciertamente, ese tiempo ha ayudado a organizar mejor todo aquello que en otro momento impedía una continuidad en la publicación. Gracias a quienes, a pesar de todo, siguieron leyendo este blog y me enviaron sus comentarios.